martes, 28 de febrero de 2017
LT 0001 - Dónde Comienzan los Viajes
DÓNDE COMIENZAN LOS VIAJES
De niño, esta era una pregunta que no me ocupaba en lo más mínimo. Pero un buen día lo llevan a uno de paseo a Teotihuacan o a Chalma, sube uno a la Pirámide del Sol o baja uno al santuario de los agustinos y en un instante se manifiesta una especie de espíritu dormido que no conocíamos, lleno de admiración y curiosidad por todas aquellas cosas llenas de historia y por todos aquellos paisajes repletos de sorpresas y plantas y animales desconocidos.
El espíritu es ya de por sí indómito, pero con el tiempo se vuelve insaciable, no lo sospechamos entonces –de niños- gradualmente uno se va percatando de que caminar es en realidad conocer. La vagancia, el andarse por las calles y los montes, es pues, un acto de conocimiento. El viaje tiene siempre esas dos variables, la del conocimiento del mundo y la del conocimiento propio. Al ver nos vemos.
Pero dejemos la filosofía de lado, momentáneamente y volvamos a la vida, esa vida que da sus vueltas y maromas; días de estruendo, estudio y alboroto; ellos encuentran su bullicio, yo mi silencio. El silencio es pues importante para el reconocimiento profundo de la vida en cuyo centro estamos ciertamente solos como un barco en medio del océano.
En algún momento de ese silencio niño, me encontré una vieja fotografía de la antigua aduana de San Blas de Nayarit, estampada en un libro que llegó a mis manos porque así estaba dispuesto por lo que a veces llamamos el destino: una señal. (Y toda señal es un signo, y ciertamente, también, una obsesión).
Uno va por aquí y por allá, pero un mediodía de agosto de 1996, llegué al viejo San Blas y de inmediato me puse a buscar la antigua aduana por las calles húmedas de ese pueblo olvidado por el bullicio y los ejes viales, olvidado por la historia, olvidado por el tiempo mismo y por los restauradores y los historiadores; al principio la búsqueda ocurrió sin éxito.
Me eché a andar por esas calles lodosas de casas inmundamente recientes, todo el pueblo sin un dejo de su pasado colonial, carcomido seguramente por la humedad y despojado lentamente de sí hasta la llegada de la era del concreto.
Del final de la calle vi venir a un marino con su uniforme bonito y luego a un hombre que vadeaba los charcos con su bicicleta, a ambos les pregunté por la aduana y ambos respondieron "pa'allá", y pa'allá mismo me encaminé, la ciudad cedió a un camino muy bonito bordeado por palmeras, se acabó el palmar y llegué a la playa y enfrente el cautivo mar encerrado en sus orillas.
Caminé por aquella playa sin encontrar la aduana, tan solo algunos puestos de comida, algunos lugareños en hamaca, algunas lugareñas frente al comal, el cielo nublado como para llover pronto y las olas y las olas y las olas, al fondo la Sierra Madre con sus cerros verdes, una procesión de montañas coronadas por una procesión de nubes; caminé de regreso sobre la misma arena y sobre mis anteriores pasos, luego me fui por el rompeolas de piedra hasta su mero fin, ahí donde se levanta una herrumbrosa y oxidada estructura de hierro. Desde ahí se divisa otra señal, el blanco peñasco frente al cerro del vigía y que es una roca sagrada para los Huicholes. A mi derecha la entrada al estero y al viejo puerto; de ahí salieron las primeras exploraciones hacia Alaska y a los legendarios puertos de Valdés y Nutka, este último ni siquiera mencionado como antiguo territorio de la Nueva España. Me quedé un rato mirando, luego me dejé llevar por el fuerte viento y regresé a la orilla.
Di un viraje, llegué hasta una bocacalle de donde se puede ver el aeródromo de San Blas y a unos cincuenta metros, por esa misma calle, escondida y olvidada, como esperándome desde mi remota infancia, húmeda pero en pie, me encontré con la vieja aduana.
Con la misma emoción de aquel niño que fui y sigo siendo me eché a caminar en derredor. Recuerdo aquella fotografía con la aduana desnuda de todo esplendor e invadida por la hierba. Lo segundo no ha cambiado, sólo que actualmente una malla ciclónica rodea el conjunto, esto con el fin de evitar su deterioro por el vandalismo y la ominosa presencia del graffiti.
Caminé en derredor, sin más espectador que mi niño inquieto e indómito. Ahí estaba aquel antiguo monumento, frente a mí, como algo hacía mucho tiempo deseado, todo vetusto en sus ladrillos rojos, una aduana antigua, toda abandonada en sus arcadas musgosas, todo esqueleto de aquello que fue frente a las aguas. Por aquel lugar pasaron pieles de oso provenientes de Alaska y los productos de intercambio de la Asia lejana a través de la Nao de China, sedas, porcelanas y mangos de Manila.
En ese momento me percaté de que para mi rompecabezas personal había encontrado a una pieza hacia mucho tiempo perdida y que yo entonces podría ponerla en su lugar y así lo hice. Pasado un rato me encaminé por aquellas calles lodosas del puerto de San Blas y regresé a Tepic.
Carlos Lázaro Acosta
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